miércoles, 20 de febrero de 2013

El ruso Salzman, en tiempos de decadencia profesional, solía levantar quiniela en el bar Quitapenas. La principal característica de este café era el aburrimiento. Su clientela estaba integrada por señores mayores, taciturnos, mezquinos, que encontraban cierta serenidad en la repetición de acciones. No había vínculos de amistad entre ellos. Ni siquiera compartían una diversión o un vicio: los unía un horario, un hábito banal. A pesar de estas frialdades, existía la costumbre de conversar de mesa a mesa. A nadie le importaba mucho lo que se decía. Más bien se trataba de ir construyendo un discurso hecho de entonaciones que hacían sospechar alguna clase de significado: a una enunciación sucedía una queja enfática. Después venía una risa burlona que indicaba que el mundo era una insensatez y que los parroquianos del Quitapenas lo habían descubierto. La charla solía rubricarse con un filosófico es al pedo, inciso taoísta que parecía propugnar la inacción como respuesta beligerante.
(inicio del capítulo 23: Salzman y las cenizas de Bugallo)

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